lunes, 30 de abril de 2012

«algo falta y hay que ponerle nombre»


«Escucha, escúchame, nada de vidrios verdes o doscientos días 
de historia, o de libros 
abiertos como heridas abiertas, o de lunas de Jonia y cosas así, 
sino sólo beber yedra mala, y zarzas, y erizadas anémonas 
parecidas a flores. 

Escucha, dime, siempre fue de este modo, 
algo falta y hay que ponerle nombre, 
creer en la poesía, y en la intolerancia de la poesía, y decir niña 
o decir nube, adelfa, 
sufrimiento
decir desesperada vena sola, cosas así, casi reliquias, casi lejos. 

 Y no es únicamente por el órgano tiempo que cesa y no cesa, 
por lo crecido, para lo sonriente, 
para mi soledad hecha esquina, hecha torre, hecha leve notario, 
hecha párvula muerta, 
sino porque no hay otra forma más violenta de alejarse».

 Escucha, escúchame... 
(Blanca Andreu, de De una niña de provincias que se vino a vivir en un Chagall, 1980) 


     Me cautivó este poema hace un tiempo. Soy suya desde entonces. «Algo falta y hay que ponerle nombre», nos pregunta Blanca. Quizá pudiera ser esa espina que se clava en algún lugar remoto del inconsciente en el que yace agazapado el alma. Y esa espina nos atraviesa entonces enteros. Un dolor feliz. Hasta la agonía, como una manera de morir despacio dulcemente para poder seguir en pie. 
No sé, la poesía sufre en el intento de intentar aparecerse. 

Madrid transcurre disuelto en sus disfraces, como si quisiera hundir el origen de sus pasos. Me urge desenvolverla y escapar con ella hacia otra pequeña muerte. 

Aránzazu.

     

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