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| (Ilustración de Rodolfo Fucile) |
«Martes 27 de agosto
Frío y sol. Sol de invierno, que es el más afectuoso, el más benévolo. Fui hasta la plaza Matriz y me senté en un banco, después de abrir un diario sobre la caca de las palomas. Frente a mí, un obrero municipal limpiaba el césped. Lo hacía con parsimonia, como si estuviera por encima de todos los impulsos. ¿Cómo me sentiría yo si fuera un obrero municipal limpiando el césped? No, ésa no es mi vocación. Si yo pudiera elegir otra profesión que la que tengo, otra rutina que la que me ha gastado durante treinta años, en ese caso yo elegiría ser mozo de café. Y sería un mozo activo, memorioso, ejemplar. Buscaría asideros mentales para no olvidarme de los pedidos de todos. Debe ser magnífico trabajar siempre con caras nuevas, hablar libremente con un tipo que hoy llega, pide un café, y nunca más volverá por aquí. La gente es formidable, entretenida, potencial. Debe ser fabuloso trabajar con la gente en vez de con números, con libros, con planillas. Aunque yo viajara, aunque me fuera de aquí y tuviera oportunidad de sorprenderme con paisajes, monumentos, caminos, obras de arte, nada me fascinaría tanto como la Gente, como ver pasar a la Gente y escudriñar sus rostros, reconocer aquí y allá gestos de felicidad y amargura, ver cómo se precipitan hacia sus destinos, en insaciada turbulencia, con espléndido apuro, y darme cuenta de cómo avanzan, inconscientes de su brevedad, de su insignificancia, de su vida sin reservas, sin sentirse jamás acorralados, sin admitir que están acorralados. Creo que nunca, hasta ahora, había sido consciente de la presencia de la plaza Matriz.
Debo haberla cruzado mil veces, quizá maldije en otras tantas ocasiones el desvío que hay que hacer para rodear la fuente. La he visto antes, claro que la he visto, pero no me había detenido a observarla, a sentirla, a extraer su carácter y reconocerlo. Estuve un buen rato contemplando el alma agresivamente sólida del Cabildo, el rostro hipócritamente lavado de la Catedral, el desalentado cabeceo de los árboles. Creo que en ese momento se me afirmó definitivamente una convicción: soy de este sitio, de esta ciudad. En esto (es probable que en nada más) creo que debo ser un fatalista. Cada uno es de un solo sitio en la tierra y allí debe pagar su cuota. Yo soy de aquí. Aquí pago mi cuota. Ese que pasa (el de sobretodo largo, la oreja salida, la renquera rabiosa), ése es mi semejante. Todavía ignora que yo existo, pero un día me verá de frente, de perfil o de espaldas, y tendrá la sensación de que entre nosotros hay algo secreto, un recóndito lazo que nos une, que nos da fuerzas para entendernos. O quizá no llegue nunca ese día, quizá él no se fije nunca en esta plaza, en este aire que nos hace prójimos, que nos empareja, que nos comunica. Pero no importa; de todos modos, es mi semejante».
(Fragmento de la novela "La Tregua", de Mario Benedetti)
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Cómo acierta Mario. Esa sensación de reconocernos en los demás por un vínculo invisible y mágico —que empareja y comunica, como él mismo dice— parece algo tan difícil en esta sociedad en la que corremos y no somos conscientes de la presencia de «los otros», al menos de los que no forman parte de nuestro pequeño círculo. Obviamos esa presencia, por decirlo de alguna manera.
Es la eterna actitud de desafecto frente a la cotidianeidad, un modo de defendernos y no involucrarnos demasiado en el oficio humano. Como cuando entramos en el metro, sobrados de tiempo y aburrimiento, y en el vagón auscultamos a los personajes que viajan en el mismo tren. Vislumbramos sus biografías, creemos entender algunas de las miradas que nos cruzamos. Hay algo que se desnuda. Hasta que salimos al andén, prestos a olvidar el rostro del hombre cano que soportaba todo su peso en el paraguas mientras miraba fijamente la suciedad de una ventanilla del vagón.
Con esta novela, La tregua, me metí en otra parte diferente del universo literario de Benedetti, sorprendida por el hallazgo de una más que interesante prosa escrita hace mucho tiempo, en 1960. El argumento, bajo la forma de diario, mezcla la sucesión lenta de los días en un tiempo concreto del Montevideo de finales de los años 50 a través de la mirada de un viudo de mediana edad, Martín Santomé, que se rescata a sí mismo al encontrar esa mano que a veces la vida regala en forma de tregua o paréntesis. Esa tregua vuelve a ser el amor, donde se reconoce el protagonista y donde el autor lo sitúa para armar una esperanza en medio del caos emocional de inseguridad que invade su vida al ser consciente de su próxima jubilación. En esa especie de presente paralelo a la realidad, Martín recobra el sentido hacia el cual dirigir el rumbo de su existencia, no exenta nunca de momentos de incertidumbre y de crudeza al que comúnmente podemos enfrentarnos desde nuestro lugar en el mundo, sea cual sea el tiempo cronológico.
Todo ello como una crónica exquisita del Uruguay de aquellos años, con la solapada crítica social que Benedetti acostumbra a poner sobre la mesa, poniendo el acento en una época de contrastes, convulsiones y transformaciones que marcan la rutina y el desasosiego íntimo de nuestro ciudadano protagonista.
Completé la lectura intermitente de la novela, tiempo después, con la película basada en una adaptación libre de la novela homónima de Mario, La tregua, de Sergio Renán (1974), protagonizada por Héctor Alterio, cuya interpretación es magistral y deja en buen lugar al personaje descrito por Mario en el libro. Aunque está claro que la literatura y el cine son lenguajes bien distintos.
La señorita Mouthless camina sin moverse con tal de no perder su sitio en los laberintos tan ramificados de la costumbre. Yo desaparezco de ese mapa, fiel al arte imperecedero de la invisibilidad. Mientras tanto, Madrid se distancia del cielo tantos pasos como sueños caben en un solo corazón.
La imagen que acompaña el texto es una ilustración de Mario Benedetti, perteneciente al dibujante Rodolfo Fucile.
Y aquí, escenas de la película. De lo poco que se encuentra en la plataforma de Youtube:

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