domingo, 8 de abril de 2012

Cazador cazado

«Escribí este libro durante las interminables horas que empleé esperando a que mi mujer acabara de vestirse para salir. Si hubiera andado siempre desnuda, nunca habría tenido la oportunidad de escribirlo». 
Groucho Marx, en el prólogo de Memorias de un amante sarnoso.

Groucho Marx, fotografiado por Richard Avedon



      Acogí hace años este libro con gran escepticismo y solamente por la recomendación de un gran amigo. La sorpresa —por el contrario— fue muy agradable, como suele suceder con esas cosas que uno no espera, debido a ciertas reticencias que no respondían más que al desconocimiento del personaje aquí presente. Pero, casualidades de la vida, el libro llegó a mis manos poco después. Permanecía desde hacía muchísimo tiempo en la biblioteca de casa, ignorado y polvoriento. Era de mi madre. Lo tomé en mi mano. Una tapa roja me hizo sonreír, pues iba acompañada del bigote del cine por excelencia. «Ajá. La famosa autobiografía del Sr. Marx...» —pensé—. La verdad es que tardé poco en leerlo. 
Me encantó. En realidad se trataba de dos autobiografías en un solo tomo: Memorias de un amante sarnoso y Groucho y yo, escritas en 1963 y 1959 respectivamente. En ellas el autor arremete a diestro y siniestro contra toda la parafernalia de la sociedad, se mofa de los convencionalismos más arraigados de la cultura occidental y expone desde su humor subversivo una manera de entender la vida, el sexo y el amor. Como telón de fondo, una suerte de amargura del hombre que narra su experiencia vital en boca de su propio personaje. ¿O es al revés? El cazador, finalmente cazado, se va dejando vislumbrar durante el transcurso de los escenarios sentimentales y surrealistas que marcan las páginas de este encuentro. Por lo demás, es obvia la pose machista y circunstancial que impregna el carácter y el terreno expositivo de la época, pero esto en modo alguno le resta genialidad a la obra.

La imagen que acompaña esta reseña pertenece al propio Groucho Marx a la edad de 85 años, retratado por el famoso fotógrafo Richard Avedon, unos cuantos años después de que el actor y escritor publicara este libro. No la elegí al azar. Cierto es que me enterneció esa mirada hacia abajo de Julius Henry Marx (Groucho), como apuntando hacia el desencanto. Pero, a la vez, la expresión está llena de la paz que da la victoria de los perdedores y la derrota de los vencedores. Una imagen diferente a la que habitualmente aparece en las filmotecas y en las memorias literarias. Un hombre irreverente al que me acerqué por algo ajeno a su humor.

La señorita Mouthless emprende una retirada indeleble, una distancia de lo consciente. Y Madrid apaga sus cenizas en la nocturnidad que trae el recuerdo en el viento. No existen canciones que nos hagan volver para siempre. Solamente fotografías de lo que fuimos y de lo que no sabremos ser.

Aránzazu.

Ahora os dejo con Groucho: 


     «En la penumbra puede observarse la presencia de un despojo de hombre, marchito y arrugado, que se balancea incesantemente sobre una caduca mecedora. Es el que fue nuestro trasnochado conquistador. De vez en cuando, da una chupada a su vieja pipa de espuma de mar. En la chimenea, las llamas se extinguen lentamente. Las pavesas que relucen en ella parecen simbolizar las pasiones que otrora dieron calor al corazón de nuestro Lotario. Una débil sonrisa ilumina su semblante, al pensar, una vez más, en sus numerosas conquistas; en las bellezas internacionales que capitularon ante su mirada fascinadora y su garbosa figura. En su memoria danzan las afortunadas que no supieron negarle sus favores. Las desgraciadas que le rechazaron, siguiendo los designios de un hado estúpido, que las privó de una felicidad que pudo ser suya, si hubieran tenido el valor suficiente para aceptar su reto de nadar juntos en el mar de las pasiones, danzan también en su recuerdo, pero lo hacen con menos alegría. La sonrisa se acentúa cuando piensa en los airados maridos y las ninfomaníacas, que tuvo que esquivar con mayor o menor fortuna. Nuestro héroe no tiene de qué arrepentirse. Pasó su vida bebiendo largamente en la fuente del amor, y tomó para sí, liberal e imparcialmente, los suculentos frutos que sólo esperaban a un hombre audaz, sin miedo a la vida e indiferente a los peligros que acechan desde unos brazos femeninos. De haberlo querido, pudo haber sido un magnate de los negocios, un jefe en el ejército, un Hamlet en el teatro y tantas otras cosas, pero desde su más tierna infancia quedó señalado por un destino erótico.

Sabía ya que la obra de su vida quedaría marcada por una incesante sucesión de tentadoras y artificiosas hembras. Acaso, también, pudo ser un gran cazador; pero no un vulgar cazador de osos y elefantes, y menos aún de leonas gestantes. El ideal del cazador que tiene todo el mundo, es una figura juvenil que nunca creció y jamás lo hará. Es un muchacho que nunca llegará a ser hombre. Penetra en la selva ataviado convencionalmente, con su carabina, su machete y su servidor negro de pelo ensortijado. Va dispuesto a matar a cualquier inocente animal indefenso, que, todo lo más, contará con unos colmillos y unas desafiladas garras. ¿Puede ser ésta la meta de un varón hecho y derecho? ¡Hombre, no! Como tampoco lo sería poseer a una mujer, sometiéndose para ello a los sagrados lazos del matrimonio. De todos es sabido que apenas existe una hembra capaz de resistir la mano que le ofrezca en matrimonio cualquier imbécil dispuesto a matarse trabajando para mantenerla. El hacer el amor a la mujer propia, es como cazar patos en el suelo. El “connoisseur” del sexo, el verdadero misógamo, se mofa de unos trillados senderos del amor. Desea lo que desea, pero de un modo fugaz. Para él, el anillo matrimonial es una pesada cadena. Es cierto que le atrae el palpitante cuerpo de la mujer, pero sin anillos de platino ni comprometedoras alianzas. Cuando ella se rinde, él sale corriendo a asediar otras fortalezas. Con las gracias naturales que le adornan, no tiene problemas. En sus manos, las mujeres son como cera derretida que se consume ante sus ojos. Las trata a todas según se merecen. Éste es el verdadero cazador. 

Pero, ¿a qué seguir? Ha sido una larga y deliciosa charada. Aunque ahora ya no es más que un viejo libertino, no por ello ha perdido su sabiduría. Tiene plena conciencia de la decadencia sexual que la edad impone imparcialmente a héroes y cobardes, y conoce perfectamente sus propias limitaciones. Se da cuenta de que el crujido que oye no procede de la mecedora, sino que sale de su achacoso organismo, que se queja como puede. Sus conquistas y sus victorias, aunque no enteramente pírricas, exigieron su inevitable tributo. Las pavesas que aún resplandecían entre la ceniza han acabado por extinguirse. Los párpados le pesan cada vez más, y, a poco, queda sumido en un profundo sueño. No, caro lector; no ha muerto. Pero, como tú y yo sabemos, también pudo ser así».

Desde mi mecedora. Epílogo del libro Memorias de un amante sarnoso 
Memory of a Mangy Lover, Groucho Marx, 1963

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