«Escribí este libro durante las interminables horas que empleé esperando
a que mi mujer acabara de vestirse para salir. Si hubiera andado siempre desnuda,
nunca habría tenido la oportunidad de escribirlo».
Groucho Marx, en el prólogo de Memorias de un amante sarnoso.
| Groucho Marx, fotografiado por Richard Avedon |
Me encantó. En realidad se trataba de dos autobiografías en un solo tomo: Memorias de un amante sarnoso y Groucho y yo, escritas en 1963 y 1959 respectivamente. En ellas el autor arremete a diestro y siniestro contra toda la parafernalia de la sociedad, se mofa de los convencionalismos más arraigados de la cultura occidental y expone desde su humor subversivo una manera de entender la vida, el sexo y el amor. Como telón de fondo, una suerte de amargura del hombre que narra su experiencia vital en boca de su propio personaje. ¿O es al revés? El cazador, finalmente cazado, se va dejando vislumbrar durante el transcurso de los escenarios sentimentales y surrealistas que marcan las páginas de este encuentro. Por lo demás, es obvia la pose machista y circunstancial que impregna el carácter y el terreno expositivo de la época, pero esto en modo alguno le resta genialidad a la obra.
La imagen que acompaña esta reseña pertenece al propio Groucho Marx a la edad de 85 años, retratado por el famoso fotógrafo Richard Avedon, unos cuantos años después de que el actor y escritor publicara este libro. No la elegí al azar. Cierto es que me enterneció esa mirada hacia abajo de Julius Henry Marx (Groucho), como apuntando hacia el desencanto. Pero, a la vez, la expresión está llena de la paz que da la victoria de los perdedores y la derrota de los vencedores. Una imagen diferente a la que habitualmente aparece en las filmotecas y en las memorias literarias. Un hombre irreverente al que me acerqué por algo ajeno a su humor.
La señorita Mouthless emprende una retirada indeleble, una distancia de lo consciente. Y Madrid apaga sus cenizas en la nocturnidad que trae el recuerdo en el viento.
No existen canciones que nos hagan volver para siempre. Solamente fotografías de lo que fuimos y de lo que no sabremos ser.
Aránzazu.
«En la penumbra puede observarse la presencia de un despojo de hombre, marchito y arrugado, que se balancea incesantemente sobre una caduca mecedora. Es el que fue nuestro trasnochado conquistador. De vez en cuando, da una chupada a su vieja pipa de espuma de mar. En la chimenea, las llamas se extinguen lentamente. Las pavesas que relucen en ella parecen simbolizar las pasiones que otrora dieron calor al corazón de nuestro Lotario. Una débil sonrisa ilumina su semblante, al pensar, una vez más, en sus numerosas conquistas; en las bellezas internacionales que capitularon ante su mirada fascinadora y su garbosa figura. En su memoria danzan las afortunadas que no supieron negarle sus favores. Las desgraciadas que le rechazaron, siguiendo los designios de un hado estúpido, que las privó de una felicidad que pudo ser suya, si hubieran tenido el valor suficiente para aceptar su reto de nadar juntos en el mar de las pasiones, danzan también en su recuerdo, pero lo hacen con menos alegría. La sonrisa se acentúa cuando piensa en los airados maridos y las ninfomaníacas, que tuvo que esquivar con mayor o menor fortuna. Nuestro héroe no tiene de qué arrepentirse. Pasó su vida bebiendo largamente en la fuente del amor, y tomó para sí, liberal e imparcialmente, los suculentos frutos que sólo esperaban a un hombre audaz, sin miedo a la vida e indiferente a los peligros que acechan desde unos brazos femeninos. De haberlo querido, pudo haber sido un magnate de los negocios, un jefe en el ejército, un Hamlet en el teatro y tantas otras cosas, pero desde su más tierna infancia quedó señalado por un destino erótico.
Pero, ¿a qué seguir? Ha sido una larga y deliciosa charada. Aunque ahora ya no es más que un viejo libertino, no por ello ha perdido su sabiduría. Tiene plena conciencia de la decadencia sexual que la edad impone imparcialmente a héroes y cobardes, y conoce perfectamente sus propias limitaciones. Se da cuenta de que el crujido que oye no procede de la mecedora, sino que sale de su achacoso organismo, que se queja como puede. Sus conquistas y sus victorias, aunque no enteramente pírricas, exigieron su inevitable tributo. Las pavesas que aún resplandecían entre la ceniza han acabado por extinguirse. Los párpados le pesan cada vez más, y, a poco, queda sumido en un profundo sueño. No, caro lector; no ha muerto. Pero, como tú y yo sabemos, también pudo ser así».
Desde mi mecedora. Epílogo del libro Memorias de un amante sarnoso
Memory of a Mangy Lover, Groucho Marx, 1963
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